Recuerdo aquella noche, quedó grabada en mi memoria y me marco para toda la vida. Todo estaba a punto de terminar, dormiría unas horas más, qué gran felicidad la mía, me acompañaba un gran amigo, que estaba allí sin ninguna obligación, él sólo quería acompañarme o tal vez deseaba llenar esa pequeña soledad de la que de vez en cuando somos presos.
Todo iba a acabar con normalidad, vaya, hasta ahora deseo eso y que aquello jamás hubiese ocurrido.
El reloj demostraba una vez más su dominio, ya eran las siete de la noche y la calma era inevitable.
Llamaron a la puerta, una madre traía en sus brazos a una pequeña, no superaba los tres años de edad, debo admitir que la mujer me era muy familiar, hasta ahora no sé por qué; la recostó en la camilla y la descubrió, lo que alcancé a ver ya no era una niña, era nada más que un cuerpo moribundo que quería descansar.
Fue la única vez que realmente sentí miedo, sorpresa y desesperación, pensé que me había acostumbrado al trajín del día a día: gente muriendo, gente naciendo, sólo gente.
No supe qué hacer en ese momento, cómo reaccionar. ¡¿Qué se suponía que debía hacer?! Frustrada sólo atiné a reñir a la mujer por el muy mal estado de su hija, ella tenía la culpa y para mi siempre la tendrá.
Aquella noche fue muy larga, atendimos a la niña; tenía el pensamiento que la salvaríamos, pues que equivocada estaba, los ojos del médico de guardia sólo decían: unas horas más, sólo unas horas.
La escena para mi fue muy lamentable, digo para mi, porque al estar ya acostumbrada al sufrimiento de la gente, debió de ser un acto muy fuerte para lograr conmoverme de esa manera, era sólo una niña que no pasaba de los tres de años de edad, con miles de aparatos invadiendo su cuerpecito.
La mujer estaba a su lado, desesperada, pero con esperanza, la misma tonta esperanza que hizo que la llevara en ese estado al hospital.
Era obvio lo que venía a continuación , tan obvio que jamás lo pensé, finalmente la niña se cansó de respirar, sobrevino el paro cardiorespiratorio que nos llevará a todos y cada uno de nosotros a la muerte y así como se la llevó a ella, algún día vendrá por mi.
La mujer quebró en llanto, era su hija después de todo, en ese momento recién pude ver a una madre que lamentaba la perdida de su hija; vi a su familia llorar, nadie más lo hacia, todos estaban apenados, se notaba en sus caras, pero nadie lloraba... yo era la única.
Creo que son muy pocos los que pasan por esa experiencia de ver un cuerpo moviéndose, con algo especial dentro, que de un momento a otro deja de tener ese movimiento, siendo entonces solo materia.
Tan acostumbrada estaba que aquella fue la primera vez que llore una muerte, que realmente la lamenté, había sido tan fría conmigo misma porque era necesario, trataba de sentir algo cuando una persona dejaba de existir, pero era obligarme a sentir algo que no podía, pero aquella niña que no superaba los tres años de edad me enseñó a sentirlo.
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